23 de Junio 2022 – Marruecos – Essaouira

 

La puerta destrozada que da a la calle se abre apenas y por sus grietas entra un olor nauseabundo que me lleva puesto. Es un telón invisible con mezcla de olores indescriptibles. Humo de incienso, basura, menta fresca, pez asado, pelo chamuscado, orina, perejil, carne descompuesta y sabe dios que más…

Lo bueno en esto es que la noche da a todos un respiro del calor. Entonces, los vendedores destapan sus carros y comienzan a vender cangrejos vivos, destripan pescado sobre mantas en el suelo, venden frutas, dulces y repuestos de licuadoras.

En un rincón, donde la luz de una farola la ilumina, una mujer echa más caracoles a una olla hirviendo y reparte sopa con unos guisantes.

Todos se reúnen alrededor de la viejita de los caracoles. Los comerciantes de ropas reabren y sacuden la tierra de sus toldos mientras discuten con otros porque la nube de polvo viaja directo a los platos de sopa.

En plena discusión, un gato a la velocidad de la luz aprovecha para robarle un trozo de pollo de la mano a un niño y resistiendo un escobazo escapa fugaz con el botín hacia un callejón oscuro.

Marruecos es un país desafiante en muchos sentidos. Vine hasta acá pensando que entre tanto quilombo: monos que se te suben al hombro, serpientes que te rodean los talones y los vendedores de hachís yo sería capaz de hilar el final de un libro. Pero no.

El resultado era obvio. Mi bloqueo mental es tremendo pero a eso se le suma una pregunta existencial sobre esto que hago.

La escena puede ser curiosa y sin duda lo es. Pero es SU escena, la de los locales que hacen de esto la vida diaria y entre ellos los viajeros/turistas que quedan entre medio queriendo retratar la situación.

Lo que pasa es que este país tiene un puñal esperando a cualquier desprevenido. Un puñal que suele dejar más dudas que certezas.

Al recorrer sus laberintos no podés evitar sentirte culpable y algo descolocado.

Sacar fotos a las personas y situaciones debe ser algo consentido, más aún a las mujeres quienes se esfuerzan por mantener un perfil bajo y una intachable discreción.

De por sí, la vida para los marroquíes es complicada, no hay duda, pero además se genera un abismo insuperable entre su realidad y la de los viajeros que los visitan.

Sin quererlo se crean dos mundos paralelos que pueden tocarse en alguna esquina pero que nunca podrán ocupar el mismo lugar.

Se da rienda suelta a lo que parece ser una especie inevitable de safari humano. O sea, todo termina por ser parte de un tour para encontrar pobres con atuendos llamativos haciendo cosas raras, mujeres oprimidas bajo un velo o casas en ruinas para así inmortalizarlos en un instagram.

Da igual la necesidad, el sufrimiento o la escasez. Hemos desarrollado como humanos un poder de indiferencia que asusta. Somos capaces de sentarnos a comer un plato suculento frente a quienes piden migajas sin ningún tipo de remordimiento.

No digo que sea nuestra culpa ni que tengamos la responsabilidad de hacer algo pero ¿hasta qué punto podemos seguir como si nada? Y en el mejor de los casos ¿qué hacer sino observar?

Marruecos termina por hacerme dudar en la forma en que vivimos y viajamos. En cierta forma me hace sentir culpable de mis privilegios. Ventajas de nacimiento que en cierta forma no hice nada por conseguir. Que simplemente tuve la suerte de tener por nacer en otro país y que ese marroqui revolviendo basura frente a mi no tuvo.

Pienso que no hay nada heróico en viajar. No hay nada de eso. Al contrario, creo que viajar por momentos es desnudar las miserias y no de los demás sino las propias.

Terminé por abrir la puerta y ahí me vi yo, queriendo ser consciente de esa realidad, retratarla, contarla desde otra óptica, pero al final terminé siendo parte de lo mismo. Un extraterrestre detrás de una cámara disfrutando de su inmunidad y me di asco.

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