Hay un café acá en Porto donde me gusta esconderme, intentar ocultarme del tiempo y pasar desapercibido, incluso de mi mismo.

Con solo verme sacar mi anotador, Fátima, la dueña, me trae un café cargado sin azúcar.

Una vez me dijeron que por llevar tanto tiempo viajando – en verdad dijeron huyendo – uno se convierte en una persona de «Mochila a medio armar».

La acusación sostiene que tener una mochila al hombro por tantos años ininterrumpidos lejos de enseñarte te convierte en un «escapista serial», un incapaz de adaptarte al entorno.

Tal vez hoy escriba esto para dar una advertencia. Viajar es una mierda y si lo hacés te vas a cagar la vida porque hay un límite donde el viaje deja de ser solo lugares bonitos y se agregan irremediablemente experiencias que te cambian, nada vuelve a ser igual para bien y para mal.

Viajar te caga la vida, así como lo lees. Te deja en un limbo, en un espacio gris donde te sentís parte de todo y a la vez parte de nada.

Se arruina tu vida anterior, no hay chance de volver a ella. Esa persona no vuelve más, va a ser imposible llevar una rutina bajo las mismas estructuras.

También hay efectos secundarios severos que duran para siempre. Te transformas en una persona de «Mochila a medio armar», una bomba de tiempo que amenaza con explotar y reventar todo a su alrededor. Te convertís en «algo pasajero» para otras personas, algo efímero para el mar, un simple momento para las montañas.

Nadie en su sano juicio quiere cosas pasajeras, ni siquiera aquel que se siente pasajero.

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